A las 15:00 horas suena el timbre en los institutos públicos de Las Rozas. Los estudiantes y profesores salen atropelladamente de las aulas en las que han pasado seis horas dando y recibiendo clases. Chavales de todas las edades corren rápidamente con sus mochilas al exterior, buscando lo que llaman “libertad”. Esa libertad, en muchos casos, se traduce en la necesidad de fumarse un pitillo a toda velocidad. Los rostros con ojos de cansancio, ojeras y piel pálida son habituales. La variedad de colores de las sudaderas y jerséis que llevan puestos recuerda a una pasarela de moda en la que conviven diferentes tendencias, estilos y marcas que caracterizan, en muchos casos, a las personas que los llevan. Casi todos sujetan sus móviles en las manos, tratando de resumir todo lo que las redes sociales les han devuelto en la mañana de clase, y comunicándose con el trozo de mundo conocido que no está en el Instituto
Algunos estudiantes salen llorando por la frustración de no aprobar en este sistema educativo en el que parece que un cinco es casi un logro. La mediocridad es premiada y los números y sus decimales tienen más valor que los conocimientos. Todos estos chavales que salen por las puertas de los centros educativos a las 15:00 horas tienen una cosa en común: comparten angustia y desesperación al oír la palabra instituto. El hartazgo y el rechazo hacia la educación es lo que rezuma en esos centros, en los que las mentes y los conocimientos de los adolescentes entre 12 y 18 años son saturadas de información, que la mayoría olvida al rellenar un trozo de papel con diez preguntas.
Rosa Elvira Smitter Lillo, 4º A curso 2020-21