“La caja de metal” de Marcos Merino Sánchez (4ºC). Primer premio – categoría C- del concurso del Ayuntamiento de Las Rozas 2021

 

La caja de metal

La caja de metal, negra, con unos muñecos chinos siempre estuvo allí, en lo alto de la despensa. Pasaba desapercibida entre los paquetes de arroz, café, azúcar, la brillante caja de las galletas, y los litros de aceite, que Jacinta almacenaba por si venían mal dadas. El pasado siempre presente con toda su crudeza, el hambre, el racionamiento. La penuria que había sufrido le hacía almacenar comida de manera desordenada y compulsiva. La despensa, un pequeño habitáculo al lado de la cocina, despedía un aroma parecido a una tienda de ultramarinos, olor que con el paso de los años, permanecía intacto.

Víctor entró en la casa, ahora vacía, corrió las cortinas y abrió las ventanas. El sol entró de golpe y se adueñó de todo el espacio. Una luz impúdica y soberbia le cegó durante un instante. La casa de Jacinta, la casa de su abuela, donde había vivido desde los quince años le estaba esperando de nuevo, con sus silencios y sus secretos.

El ruido de la tierra sobre la madera fue seco, pero a medida que se cubría el féretro se hacía cada vez más suave, como si quisieran no molestar a Jacinta. Víctor miró por última vez la caja donde descansaban sus restos  que se iban para siempre, y con ella también todas las respuestas a las preguntas que él se había hecho durante mucho tiempo.

Víctor tenía que deshacer la casa, era cómo se decía cuando algún familiar fallecía. Tocar la ropa, los zapatos, los objetos personales y más íntimos de alguien que ya no estaba, era revivir el dolor, y quería hacerlo deprisa y sin pensar demasiado. Su primer impulso fue abrir el cajón de la mesilla de noche donde Jacinta dormía. El cajón se resistió, como si guardara las respuestas que Víctor deseaba encontrar desde hace tiempo. Dentro, un rosario de nácar, un par de medias limpias, unos pendientes con una perla minúscula que no había visto nunca, y alguna onza de chocolate, ya blanquecina, que tanto le gustaba a su abuela. Esto le hizo recordar que tenía que empezar no por el dormitorio, sino por la cocina, en la cual podría haber alimentos perecederos. Llegó allí y su primera intuición fue ir a la despensa, alzó la vista y allí estaba la caja china.

Todos los documentos que Víctor tenía de su padre, desde el documento de identidad hasta su nombramiento como capitán de infantería, encerraban una pregunta sin respuesta: los apellidos.

José Luis Sanz Sanz, hijo de Jacinta Sanz Sanz, nacido en Lérida en 25 de agosto de 1955. Cuando una vez, se le ocurrió preguntar a su abuela por esta coincidencia, Jacinta sin sorpresa alguna, contestó: – La miseria, que es muy mala. Esa era la respuesta que siempre daba la abuela, cada vez que se le formulaba alguna cuestión sobre ese asunto.

Abrió la caja con desgana, esperaba encontrar en su interior alguna pasta de té, que Jacinta tomaba en la merienda, pero allí no había nada de eso. Lo primero que sacó fue unas cartas amarillentas atadas con un cordel, recogidas con un papel con el título de familia. Su abuela hablaba poco de su familia. Sus hermanas eran nombres sin rostro para Víctor, algunas más nombradas que otras, a las que Jacinta añadía la coletilla de su lugar de residencia, así Martina era la de Palencia; Ascensión, la de Madrid; Leoncia, la de Huesca y, así, hasta nueve. Todas inexistentes, sin imagen reconocible, salvo por la llamada navideña, donde Víctor ponía voz a esas tías lejanas que citaba su abuela.

Desató el nudo, allí estaban las cartas ordenadas cuidadosamente, con una caligrafía alargada y sinuosa. Abrió la primera, venía de Madrid, de su hermana Ascensión, la leyó con interés, una carta llena de cariño, pero también de reproches, así lo hizo con las demás cartas enviadas por el resto de las hermanas. En todas ellas, las palabras de advertencia, de aviso, de dolor eran comunes, y sobre todo ese comentario final –eres la vergüenza de toda la familia. Víctor estaba absorto: su abuela Jacinta, pequeña, diminuta, siempre inmutable, reservada, hacia esas respuestas esquivas, había desafiado a toda la familia.

Volvió a mirar en el fondo de la caja, que a sus ojos ya se presentaba como una joya, sacó otro pequeño montón de cartas y en ese momento, como con miedo, asomó la esquina de una fotografía. La deslizó con suavidad hacia fuera, con delicadeza, con el respeto que se tiene cuando se sacraliza un objeto que encierra un valor personal e íntimo. Una pareja. Un hombre y una mujer le sonreían.

Vestido de traje y corbata, de cara alargada y pelo engominado hacia atrás, un hombre posaba su mano sobre el hombro de una muchacha joven, guapa que se adornaba con unos pendientes de perla muy pequeños, que le fueron muy familiares.

Era una foto muda, discreta pero que le ayudaba a desentrañar los secretos de Jacinta, sus silencios y evasivas. Víctor experimentó un instante de alegría, pero resultó muy fugaz. La imagen se convertía en una llave para desentrañar el pasado de la familia, no era un fin sino un medio, pues planteaba muchas más incógnitas que soluciones. La caja de metal se había convertido en un tesoro. Un sentimiento de inquietud y tristeza invadió a Víctor, mientras la joven pareja seguía sonriendo, como lo habían hecho desde ese día marcado en el reverso, cuando se tomó la fotografía, 25 de abril de 1954. Era primavera.

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